No se me ocurre otra manera de pagar la deuda que tengo con los libros (escritores, editores y libreros) que siendo fiel a mi vocación de lector. Porque si alguna palabra define mi necesidad por la lectura es ésta, vocación, en el sentido literal de la misma: llamado que no se puede desatender. Y ¿A quién le debo el primer llamado? A Samuel Langhorne Clemens.
Lo cuento. No recuerdo la fecha, pero sí añoro el momento. Fue a mediados de los años sesenta del siglo pasado, durante las vacaciones de verano, yo tendría diez u once años, no más. El día estaba nublado, lluvioso, airoso, poco propicio para andar en bicicleta o jugar fútbol. A la hora de la comida, cosa rara, ya que, por aquello de las comidas de negocio casi nunca comía en casa, llegó mi papá y me regaló una novela. Terminada la comida, y dadas las condiciones climáticas poco propicias para actividades al aire libre, me senté en uno de los sillones de la sala, con vista a un patio repleto de macetas sembradas de flores de todos colores, acompañadas por la cantaleta del agua que brotaba de la fuente y caía sobre sí misma, en un eterno (tan eterno como lo pueden ser las cosas de este mundo) ir y venir. Comencé a leer y no paré hasta que terminé, y de entonces a la fecha no he dejado de hacerlo, siendo fiel a aquel primer llamado que me hizo Samuel Langhorne Clemens, conocido entre nosotros los lectores como Mark Twain. ¿La novela? El príncipe y el mendigo, de 1882.
(¿Coincidencia? Esa noche, en alguno de los pocos canales de televisión que entonces había, transmitieron la película El príncipe y el mendigo, estelarizada por el gran Errol Flynn, hasta hoy el mejor Robin Hood de la pantalla grande, de la misma manera que no ha habido mejor Zorro que Tyrone Power.)
Antes de aquella lectura, que en mi vida de lector es LA lectura, hubo muchas otras, sobre todo de tebeos, conocidos por el nombre más familiar de cuentos, de los cuales llegué a tener una buena colección, unos cuantos cientos, mismos de los que, ¡terrible error!, me deshice, habiéndolo hecho por la peor de las razones por las que uno puede deshacerse de cualquier material de lectura: la falta de espacio. Sí, ya sé, no faltará quien diga que si alguna razón hay para deshacerse de dichos objetos es esa, la falta de espacio, pero quienes somos lectores, ¡algo muy distinto a simplemente leer!, sabemos que no es así.
Todo empezó con Twain y, cuarenta años después, el camino recorrido entre libros y lecturas ha sido fabuloso.
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