En mi biografía como lector primero fueron, en la preparatoria, las tres distopías clásicas: Un mundo feliz, de Aldous Huxley, de 1932; 1984, de George Orwell, de 1949, y Fahrenheit 451, de Ray Bradbury, de 1953, todas ellas editadas por Plaza & Janés, en la colección Rotativa, obras que, como toda distopía (término acuñado por John Stuart Mill y al cual Jeremy Bentham se refería como cacotopía), nos presentan un mundo en el cual, quienes detentan el poder, pretenden organizar a los seres humanos tal y como está construida una máquina, con cada una de las partes en función del todo, por lo que no hay ni tiempo (todo está programado), ni espacio (todo está vigilado), para aspiraciones individuales, ni afectivas, ni cognoscitivas. Estas distopías son críticas al totalitarismo, que se encarnó, en el siglo XX, en fascismo o comunismo. Totalitarismo: la totalidad del tiempo está programada, la totalidad del espacio vigilada.