En mi adolescencia dediqué muchas lecturas a la biografía. De Taylor Caldwell: La Columna de Hierro, sobre Cicerón; El Gran León de Dios, sobre San Pablo; La Tierra es del Señor, sobre Genghis Kahn; Médico de Cuerpos y Almas, sobre San Lucas; Gloria y Esplendor, sobre Pericles y Aspasia; Yo, Judas, sobre el apóstol. De Irving Stone: Miguel Ángel, sobre el artista florentino; El Origen, sobre Darwin, Pasiones del Espíritu, sobre Freud; Anhelo de Vivir, sobre Van Gogh; Abismos de Gloria, sobre Pissarro y los impresionistas; El Tesoro Griego, sobre Heinrich Schliemann, descubridor de Troya. De Stefan Zweig: Erasmo, Balzac, Sigmund Freud, María Antonieta, Fouché, María Estuardo, Dostoievski, Magallanes, Américo Vespucio. De Emil Ludwig: Napoleón, Bismarck, Beethoven, Goethe.
Más adelante descubrí las biografías de Louis de Wohl: El Mendigo Alegre, sobre San Francisco de Asís; El Oriente en Llamas, sobre San Francisco Javier; Ciudadelas de Dios, sobre San Benito de Nursia; La Sombra del Padre, sobre San José; Fundada sobre Roca, sobre San Pedro; El Árbol Viviente, sobre Santa Elena; La Lanza, sobre Longinos; Asalto del Cielo, sobre Santa Catalina de Siena; La Luz Apacible, sobre Santo Tomás de Aquino; Corazón Inquieto, sobre San Agustín; El Hilo de Oro, sobre San Ignacio de Loyola; El Mensajero del Rey, sobre San Pablo.
Con las biografías de De Wohl, que leí una tras otra, terminó mi último periodo de lector habitual de dichas obras, lecturas que retomo de manera ocasional, cuando descubro alguna que llame mi atención, tal y como fue el caso de El Sueño de Monturiol, escrita por Matthew Stewart, quien nos cuenta la historia de Narcís Monturiol, catalán, ingeniero autodidacta, socialista utópico, inventor, constructor y operador del primer submarino, propiamente dicho, el Ictíneo, que botó el 2 de octubre de 1864 en Barcelona.
Lo sobresaliente de la historia del Ictíneo es que, más allá de las ventajas, desde militares hasta científicas, que puede traer consigo un submarino, la intención de Monturiol era, como hasta cierto punto fue la del capitán Nemo, hacer posible la llegada del ser humano a Utopía, que para el catalán se encuentra en las profundidades del océano, “porque -como lo afirma-, lejos del sol y de la atmósfera, lejos de los campos y de las praderas, (se) resuelve el problema de vivir en medio del caos”, ¡cómo si el caos fuera obra de las praderas y los campos, de la atmósfera y el sol, y no del ser humano, el mismo que iría, en búsqueda de Utopía, a bordo del Ictíneo!
Stewart apunta que el de Monturiol es “el sueño de una forma de vida completamente nueva, nadando en el nuevo mundo bajo las olas, independiente y autosuficiente. Exactamente como un pez.” Señala que, para él, “la transfiguración del hombre en dios era el destino lógico de la ilustración humana”, y que “al igual que el doctor Frankenstein de Mary Shelley, su intención era crear vida en sí misma”, lo que, en su caso, “sería por supuesto un pez artificial, al menos en el primer caso, en vez de un humanoide.”
“Al igual que somos libres y poderosos al crear nuestras máquinas, también otro seres –más complejos que nosotros-, serán libres y poderosos a la hora de crear organismos muy superiores al hombre. No sabemos cómo crear nada aparte de mecanismos y de esta forma, naturalmente, somos mecánicos; llegarán otros que serán por naturaleza biólogos y otros (…) que ni siquiera alcanzamos a imaginar”. Tal era la visión de Monturiol, debiendo apuntar que esos otros, a los que hace referencia, somos nosotros, quienes, sin dejar de ser mecánicos, estamos siendo cada vez más biólogos, algo que, como él mismo lo apuntó, Monturiol no alcanzó a imaginar.
El Sueño de Monturiol es una biografía fascinante, porque fascinante fue la vida de Monturiol, en un tiempo en el cual convergieron, como nunca antes, y hasta ahora nunca después, las ilusiones del socialismo utópico con las posibilidades de la ciencia y la ingeniería.
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